EL TUBO DE AMADOR

     Ver a Amador disfrutando de la isla como un niño chico me trae a la memoria aquellos tiempos en los que la fe consistía en salir a buscar carretera hacia arriba un objeto mágico donde volcar todas las ilusiones, encontrando un desvío en el camino asfaltado de esa carretera comarcal, con monte a un lado, río al otro y al frente la vista  que ya sólo alcanza verde y los pequeños puntos rojos del fondo quedan por debajo a pesar de ser tejados; y de pronto, entre la hierba, una piedra con forma de corazón o un ramillete de margaritas despiertan las ganas de volver corriendo y hacerlas pulsera o meter la piedra en una caja fuerte donde la fuerza la pone la infancia y el valor del dinero no es sino la satisfacción de disfrutar el hielo de un polo tras otro que dos amigas comparten sentadas en el escalón bajo de una puerta de cuadra una mañana calurosa de verano. 

     Cuando esos pensamientos vienen provocados al ver a un hombre de sesenta años concursando en una isla perdida de Honduras, apenas recién llegado, con un bañador de rayas también apenas recién estrenado que parece pedir a gritos la aprobación de la mirada que durante décadas de vida ha sido la que ha dado el visto bueno a todas las compras y sabe que ahora le está minuciosamente observando; con un sombrero de paja que le da su punto de coqueto y aventurero y también un punto de granujo haciendo cómplice al sol para ocultar los estragos del tiempo que no le sirven en su reconquista; y con unos calcetines que disparan el punto de salida de todas las habladurías y críticas ponzoñosas que desde la otra punta del planeta le van a llover con la fuerza granizada de un huracán, aunque nunca alcanzarán el nivel de los daños sufridos por un (aparentemente inofensivo) incesante y pertinaz chirimiri que durante los tres últimos años le ha calado hasta lo más profundo de los huesos de su alma; calabobos que dirían algunos, como calan los pensamientos de los sentimentales sin remedio que lo mismo buscamos sin ir tan lejos cuando esos pensamientos provocados además tienen a Joan Manuel Serrat de fondo cantando la más bella historia de amor que tuvo y tendrá.

      Pero la relatividad que ajusta la balanza de un yin o de un yang le da ahora la oportunidad de ajustar parámetros y marcar que no es exactamente bobo el calado sino bobos los que calan y desde una profunda soledad ha recogido bártulos y silencio para cruzar el océano en honor a los viejos tiempos y romper con su voz la de los fantasmas agoreros y demostrar con el movimiento que lo que se dice va por camino distinto al que él ha marcado como rumbo a la conquista de su amada. 

      Y ha ido en busca de su sueño y ha encontrado un palo, a sus sesenta años, redondo como una esperanza, redondo como una luna llena, para meter sus cebos y estrenarse como superviviente. Un amador que se precie de verdad para hacer honor a su nombre no puede serlo sin un buen cebo. Y ha convertido su palo en un tubo como si sirviese para guardar los planos de un tesoro secreto, y a golpe de machete no quiere pensar ni en comida ni en tabaco ni en problemas, sólo quiere mostrar a su pocahontas de cabellos dorados que los recuerdos perduran entre la soledad y el destino. Y su tesoro secreto es tan público y sus problemas tan desastrosos y su destino tan cabezota que con un poco de tiempo y un poco de sentido común y un poco de malicia de niño va a convencernos a los que seguimos su  aventura y va a hacernos cómplices de una bonita ficción que se puede convertir en realidad igual que un sapo herido se convierte en príncipe trasnochado con la fuerza de dos destinos agrietados por el mismo rayo. 

   Y mientras Amador apenas comienza a volcar sus nuevas ilusiones en pequeños objetos, Serrat canta una y otra vez sobre esa carta de amor que se lleva el viento pintado en su voz a ninguna parte a ningún buzón..